ZOOR segùn Melchiorre en La Suerte del Poema

(...)
No otro impulso que este ánimo (des)identificador es el que lleva a Carlos Eiliff –el de carne y hueso- a distenderse en los sucesivos/ simultáneos nombres que con cada transmutar se (auto)generan, tan reacio a ser enlistado en catálogos o en índices onomásticos es la figura autoral que en este desasirse se esboza -Ana Khab Ra y ná Kar Eiliff-ce, denaKmar naKhabra, NAKHLHAH KHAN, como se consignan atrás en mi bibliografía; o Las señoras del Arco Iris, esos autores/ personajes/ voces de uno de sus últimos libros (2015). En la escritura, quien osa llevar el sino de la primera persona es igual de versátil, igual de errático, igual de trashumante. Así en el reciente Zoor, donde la casi inicial afirmación de “humanidad-no-existe” (2016: 9) ya es anticipo y excusa para un despliegue inusitado de lo que llamamos formación identitaria (cfr. Rodriguez, 2003). Se trata, en muchos de los tramos, de un devenir-animal que en el acontecer suelta origen, esencia y ataduras:
De camino a esa fruta solariega
no vuelvo menos objetivista ni más artificial
sino tarascón y una tarasca occitana
anteponiendo el morder al hablar, la masticación a la opinodermia:
                            (NAKHLHAH KHAN, 2016: 12)

Implica, por momentos, zambullirse en un océano, maremoto, “cosmocharca” (68), como se la llamará, que es un crisol donde se arremolinan los vestigios de una cultura letrada:
a su mar-adiaga /o su es mar bailey
que se viel-amolina acá:
“sé el desántropo”, sigue el émbolo, (NAKLHAH KHAN, 2016: 9)

En su seno –que es el magma del lenguaje-, se va desbarajustando la idea de un perfil único de ser; de aquél que en sus múltiples opciones/apariciones nunca sostiene por atrás ni se adelanta asumiendo el rol protagónico –“trans sin tras. No hay detrás./ Todo es de frente hacia el alrededor y al ras” (60). Puede entonces el yo venir del pasado -“Yo ya había estudiado ese VOR/ cuando vine en una expedición del siglo XVII” (31)-; o, una vez masticado y digerido -en las irrupciones de lo dialógico, por ejemplo-, proferirse de boca de un personaje: “-Soy el regiciervo Trimundo Globez […]” (31);  “Soy el Shah-me-dejo/ por todas las princesas del hueso” (35), leemos. Porque lo que hay es un principio sin raigambre, ni concreción, ni distingo; de a ratos aspectual puro –“el gator de los grillos” (133)-; de a ratos canal o “médium” (51), que va mutando y contorsionándose: “en las cutículas esmaltadas de cara a la ceniza/ disparan al suelo una bichardía que informa/ sobre unas configuraciones de gatumen” (42). Así, en este “ZooHar” (64), hogar vertiginoso y ecléctico, se amasa, traza o imbrica ya una “zoogonía”, ya una “metempsicosis” (149), donde también podrán alternarse el turno figuras de la rama menos capitalista o utilitaria de nuestra sociedad -“la bruja levanta al mago y el poeta a la bruja/ en un perpetuo relevarse de ascensores” (65); cuyos avatares incluyen el reino de los cuatro elementos –“a trancos de trucha/ montaraz trepa/ por los sólidos aunque se le hagan agua” (140)-; deslindados a veces en las formas de lo vegetal –“voy por una eirización a todo verdinar de los árboles” (114); aunque en general, la vertiente más convocada sea, junto con los batracios (149) y los reptiles –“culebra”, “serpientes” (104)-, el “insectío” (66) y los “bichos […]/ mínimos que intramusculan su materia” (106). La zona donde se cuece todo este destile es la alucinación; hay pasajes en que se sueña a Alonso Quijano: “Este rocío llama a la quijotense tara tustra de profetizar” (52).
En el obrar de Nakhlhah Khan y de sus precarias sintonizaciones o vitalicios contertulios, los sedimentos de una civilización se baten como en una coctelera -“Morochísima de Saba” (34), “[…] las sendas de Oku y Carroll” (119), “tokonómico-gaseoso”, “altapared cubista” (124), “por mi pulpa, por mi gran pulpa,/ por eso riego a latromaría singer” (141), “mallarmitas” (155)-; puesto que al desfondarse la lengua, al dársela vuelta como a una media verso y reverso, sin mesura ni piedad, la cloaca que es abono regurgita efectos de superficie; y otra no le queda que (re)barajarse en el continuum, ir alterando todos los órdenes (pre)supuestos. Así, por ejemplo, valiéndose de las homofonías, en las permutaciones de las frases hechas: “a la que acuden unos polares que te osan nórdica” (34). Se apela allí también al cambio de clase gramatical; tal fenómeno, el del sustantivo que se ve arrastrado al movimiento precipitado, es de hecho muy frecuente: “[…] noche que silueta su sello en la persiana” (108), “el lechuguecer del enjambre” (114), “donde miles de otros tallos te lobeznan hacia el animal de cada parte” (147). La desarticulación de la lógica lingüística, de sus estrategias de constreñimiento, da cabida, asimismo a la adjunción lexemática o palabras-valija –“abrecoros” (17), “abrecocos” (27), “ropalgia” (33)-; a la tergiversación de vocablos –“miradigma”, “hegemonikon” (19)-; a neologismos –“lunalte”, “instilodermias” (27)-; a la introyección de expresiones idiomáticas variadas, de estirpe foránea -“nos piache” (9), “Est-elle Dulcinée?” (30), “das-ding, doy-yang” (140)-, o de slang contemporáneo y porteño –“me tira” (35), “Co-equipper” (48), “trolísimo fiestero y co-viandante” (140), “Maracas de aster hour” (155). Basta, como en este último ejemplo, un ínfimo desvío fonemático –“aster”- para que la polisemia detone y haga trizas cualquier atisbo de unidireccionalidad.
Por varias de estas razones; porque está gestada “con las patas hechas para patear cada tablero” (16); por las resonancias que se convocan -“coyoteo de los rondores por la crin del craneoma/ asomechos en loteríos morares/ sombriyeguados de morses que panfriccionan” (39)-; y sobre todo en tanto no se elude lo cómico-grotesco, esta escritura es tal vez la más girondiana de entre las que comparten este tenor neobarroquizante del que jamás se abjura –el libro incluye, hay que decirlo, un poema pseudo-crítico, que es una especie de tributo a Roberto Echavarren (75). Y si bien el humor, cuando no es extravagante y desopilante, es satírico -“Tiene un corazón más liviano que el aire/ que entre humanos pesa por la traba sentimental/ esa compartida concesión hecha al comercio de emoticones” (12)-, no cede la dimensión que abisma; el asalto ante la inconmensurabilidad del cosmos -¿lo sublime?-; el asombro cuyo henchirse, en la multiplicidad se solaza: “Repasa el oído-olimpo las vertientes de la cosmocharca/ esta tierra no dual que construimos por vaharadas/ el alto Imam de los sonidos que salimos a escuchar en su voz despierta” (68). Es decir, hay más de El Bosco (cfr. Jiménez, 2016: 127) en Zoor que de sarcasmo descreído o de arrogancia banal; de esos atributos que se asignan a los que escriben única y definitivamente desde el jet de la posmodernidad, redimido como está su autor por la práctica de la alquimia y de la magia blanca.
Cabe destacar, respecto de Nakhlhah Khan, que no se desdeñan ciertos usos del diseño del espacio-página. Se cifra en este libro la ruptura de la categoría antes/después y sus declinaciones en un índice que se vale de la disposición circular; grafemas aislados, a la manera de errores de tipeo, se diseminan escandiendo los poemas; se apela a la negrita y a la bastardilla; hay una matriz icónica no linear a la hora de cada subtítulo; procedimientos todos que son parte de otras ínfulas. Puesto que el hacer, para quienes indagan esta huella, se entiende como una unidad con múltiples aristas; y la praxis poética requiere de la articulación con otras áreas y disciplinas: “La palabra enhebrada a otros lenguajes y materias acrecienta sus potencias evocativas […]” (Vimos, 2015), asevera Reynaldo Jiménez. Donde este último ausculta las pistas de la música psicodélica –es coordinador de los encuentros “Sesiones de música inaudita para una discografía psicodélica de 1966 a 1975”-, entre múltiples quehaceres; Nakhlhah Khan, junto con Patricia Jawerbaum, invitan a la experimentación festiva –la lectura de poesía, la música, la danza, el video-arte, la pintura, la performance- en su centro Estación Orbital Alógena, espacio donde se comparte -y se divierte(n)- también con artistas de otros países. El fuera de libro es entonces crucial; y ni qué hablar la preferencia por la performance, uno de cuyos lances iniciales fue, para quienes aquí nos ocupan, el Frente Dionisíaco Pira. Cuenta Echavarren en un volumen que una vez más los convoca: “La primera actuación de nuestro grupo fue en el auditorio del Malba en un acto organizado por Reynaldo Jiménez para presentar un número de su revista tsé-tsé. Nuestro grupo se llamó Pira, y los participantes originales fuimos Gabriela Bejerman, ná Khar y yo, más un grupo de “andróginos” […]” (2013: 55). Describe denaKmar naKhabra –Nakhlhah Khan/ Ana Khab Ra y ná Kar Eiliff-ce-, a modo de síntesis:

En Buenos Aires el evento donde interviene la poesía-performance adquiere la fisonomía de una fiesta, y en cuanto tal surge la posibilidad de la gratificación por lo fortuito y súbito. Reverso de situaciones de lectura anhedónicas (programación, orden del día), en las que opera una regulación moral autoimpuesta como deber, como deuda con el público, aún y sobre todo entre poetas que se hacen notorios por su identificación con el margen. Es por esta relación de confrontación con los micro-deberes institucionales a favor de una di-versión como doblez y ambigüedad, por donde conecta por un lado con el acontecimiento como el lugar de encuentro de los dos sentidos diversos, y por el otro con la encarnación de su ethos colectivo, que veníamos rastreando antes, a favor de las yuntas somáticas.                                          (naKaZahara, 2013: 50)



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